El título de este comentario es el título de un libro (con subtítulo Overzealous Copyright Bozos and Other Enemies of Creativity) y una marca comercial registrada en Estados Unidos. El libro se vende en formato impreso y se distribuye en internet bajo una licencia Creative Commons (puede descargarse aquí.
El argumento del libro es simple: la interpretación maximalista de la «propiedad intelectual» tiene un impacto claramente negativo tanto en la creatividad y la investigación como en la cultura y la libertad de expresión. Y para que eso no creamos que esto son bellas teorías, consideraciones formalistas o meras palabras, McLeod lo muestra con historias reales. El libro está escrito por un autor estadounidense y los casos son en su gran mayoría de ese país (su imperialismo no son sólo sus modelos culturales, sino su regulación extrema de la «propiedad intelectual», ambos exportados al resto del planeta).
Una perla de este libro es mostrar que la colisión entre los derechos de autor y la libertad de expresión no son una cuestión moral. Lo muestra la historia de Briana Lahara, una niña de doce años a la que la Recording Industry Association of America acusó de «piratería», esto es, de descarga ilegal de canciones de internet, exigiendo daños de ciento cincuenta mil dólares por canción descargada (cantidad que la ley estadounidense cifra para cada infracción deliberada de derechos de autor). Briana vivía en una vivienda de protección oficial en la ciudad de Nueva York, tenía dos mil dólares ahorrados durante toda su vida. Su madre consiguió un acuerdo extrajudicial por esa cantidad. Y, como cuenta esta historia, la niña tuvo que declarar en la rueda de prensa de la RIAA:I am very sorry for what I have done. I love music and I don’t want to hurt the artists I love.
Esto no impide que con la introducción del CD, en el que las discográficas estaban muy interesados, porque sus costes de producción eran menores, y sin rebajar el precio del CD respecto a al vinillo o al cinta, la ganancia era mayor (o los precios estaban inflados, según se vea). Tampoco importa si las grandes discográficas estadounidenses fueron declaradas culpables de fijar un precio de venta progresivamente creciente de los CDs durante la década de los noventa. Y por si teníamos dudas de a qué destinaban las discográficas las ganancias de la venta de discos, las discográficas no siempre pagan lo que deben a los artistas (como reveló en 2004 el fiscal general del Estado de Nueva York).
McLeod describe muy bien este paisaje en el que la «piratería» tiene lugar:
Production expenses fell, consumer prices rose, and artist’s royalty rates stayed the same—when artists were paid at all.
El libro habla por sí solo. Nos dará que pensar.