Sé que esta bitácora se ocupa de temas relacionados con los derechos de autor (como regulación de la creatividad) y no tanto del derecho penal. Últimamente estamos asistiendo, como recrudecimiento de esta regulación, a que las violaciones de los derechos de autor se consideren delitos y que por tanto formen parte del Código Penal.
Hasta hace poco pensaba que no existían crímenes (esto es, no delitos, sino delitos de sangre) por derechos de autor, pero esta historia relata el primero (hasta donde alcanzan mis conocimientos). Arleen Mathers, ciudadana estadounidense de 23 años, ha sido acusada de asesinato en primer grado tras confesar a la policía que había causado la muerte a Brad Pulaski, su novio, después de golpearlo repetidas veces con un reproductor de música iPod. ¿El motivo? Al parecer, Mathers enloqueció después de que Pulaski le borrase dos mil canciones de su reproductor aduciendo que las había bajado ilegalmente de internet, y le golpeó en la cara y el pecho causándole traumas con los que le sobrevino la muerte.
Parece una historia de locos (y algo de eso tiene), pero lo peor es que es muy real. Si no hay enajenación mental transitoria, no se explica la reacción de Mathers ante el borrado de las canciones que le había llevado tres meses recolectar. Pero también Pulaski tiene un patrón típico de los «guerreros de los derechos de autor»: no respetar la propiedad privada (una cosa es decir que está mal descargarse música de internet sin la autorización de sus autores y otra muy distinta es borrar esa música motu proprio)
Quizá alguien piense que estos son los auténticos horrores de la «piratería», pero conviene recordar que el arma asesina es un iPod, que casualmente tiene un sistema de cifrado de datos para evitar presuntas infracciones de derechos de autor (y también la escucha y disfrute de canciones de la competencia), pero que su estructura resistente permite historias como la que desgraciadamente ha pasado en Estados Unidos.