Todo empezó en 1710
Con un título como el de esta nota, la pregunta será qué es lo que empezó en 1710. Pues la tradición de la protección de los autores, con un documento público que llevaba por título:
An Act for the Encouragement of Learning, by Vesting the Copies of Printed Books in the Authors or Purchasers of such Copies, during the Times therein mentioned.
Es el primer decreto de lo que en el ámbito anglosajón se denominó copyright y fue promulgado por la reina Ana de Inglaterra y supone fundamentalmente la primera regulación escrita de la imprenta. Pero para entender esta regulación (de lo que la legislación española llama tan desafortunadamente a mi juicio «propiedad intelectual») conviene poner de manifiesto puntos que pueden no se tan obvios para quien contempla esta regulación desde principios del siglo XXI.
El decreto de la reina Ana supone que los derechos de impresión de los autores no son derechos fundamentales de los ciudadanos, sino una regulación del Parlamento (que como tal puede cambiar).
Los derechos no se otorgan secundariamente los autores, ya que los impresores deben comprar a éstos los textos, pero lo que se regula es la impresión.
Las patentes de impresión, que previamente los reyes ingleses habían concedido de manera irregular como pago por favores, pasan de un presunto derecho natural infinito de impresión exclusiva a un derecho limitado en el tiempo (catorce años, renovables una única vez si el autor vivía y con la concesión especial de veinte años para obras ya publicadas antes de la entrada en vigor del decreto).
El decreto, y por tanto los derechos de autor, regulan la impresión, y por ende la publicación, no la copia (que con el desarrollo técnico de la época era la copia manuscrita).
El decreto regula únicamente la impresión de la obra original, nunca de las obras derivadas, que como tal son libres (entre las que se encuentran traducciones, adaptaciones literarias, musicales, etc.)
El decreto de la reina Ana fue reforzado legalmente en Donaldson vs. Beckett, un caso ante la Cámara de los Lores que resolvió que no existe un derecho de impresión perpetuo, ni éste es un derecho natural de propiedad. Una vez transcurrido el período de impresión exclusiva, las obras pertenecen al dominio público, por lo que cualquiera puede publicarlas sin tener que comprárselas al autor.
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